Mientras Francia llora el asesinato del profesor Samuel Paty, decapitado por un islamista por defender la libertad de expresión y por mostrar unas caricaturas de Mahoma, en Colombia llueven las amenazas contra Vicky Dávila, Gustavo Rugeles y Diana Marcela Díaz, periodistas que luchan, en la más grande soledad, por la libertad de expresión, de información y de prensa, contra las presiones de la Fiscalía que espera imponer los peores reflejos de autocensura.
Mientras en Francia un agitador islamista dicta sin ser inquietado una fatwa y la difunde por las redes sociales contra el profesor de historia que una semana más tarde será decapitado a la salida de su colegio, en Bogotá la llamada minga indígena, lanza también una fatwa contra un ex presidente de la República que ella resume en esta frase: “Es necesario que Uribe muera”. Esa orden de matar al líder democrático aparece en enormes pancartas que encapuchados de la minga exhiben en los puentes que cruza caravana indígena al llegar a la capital de Colombia (1).
Mientras eso ocurre, la respuesta de la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, es la de festejar tal invitación al crimen. La agitadora verde, pensando en los votos que puede recibir del Cric en 2022, saluda la minga fariana que lanza la orden asesina contra Uribe y defiende su derecho a hacer eso. Se trata, según ella, de una “movilización social” que pretende “defender los derechos de los colombianos”. ¿Desde cuándo una invitación a matar seres humanos es un “derecho de los colombianos”? Claudia López ayuda a que la minga bajo influencia extremista pueda empalmar con las protestas que un sindicato, Fecode, quiere hacer el 21 de octubre para sembrar de nuevo la devastación en Bogotá y otras ciudades.
Mientras en Santiago de Chile la “protesta social” lanzada por grupos marxistas generan los saqueos, choques con la policía e incendios que destruyeron la Iglesia San Francisco de Borja, donde el cuerpo policial de Carabineros realiza ceremonias oficiales, y la Iglesia de la Asunción, una de las más antiguas de esa capital, en Bogotá la minga indígena rompe los protocolos de bioseguridad de la ciudad y realiza, con la complicidad de Claudia López, masivos rituales mágicos anticristianos y experimentos de inmunización sanitaria con substancias misteriosas.
Mientras que la juez de control de garantías Clara Ximena Salcedo recibe amenazas de muerte por haber ordenado la puesta en libertad del expresidente Uribe, tras rechazar los argumentos del jefe del comunismo colombiano Iván Cepeda, las feministas más fanáticas de Nueva York erigen la estatua de una mujer desnuda exhibiendo en una mano la cabeza de un hombre decapitado y un machete en la otra (2).
Mientras en Bogotá Iván Cepeda gesticula y pide la salida de 53 asesores militares antidroga norteamericanos, la dictadura venezolana, que él tanto admira, hace entrar tropas y armas rusas a su territorio para intimidar a Colombia y a Brasil, sin que él, Iván Cepeda, y su peón electoral, Gustavo Petro, y sus respectivas sectas de vendepatrias, pidan la salida de las tropas rusas en la vecindad de Colombia.
¿La fatwa de la minga indígena contra Álvaro Uribe terminará en una tragedia parecida a la que llevó la fatwa de los islamistas que colaboraron en Francia en la decapitación del profesor Paty?
¿Qué muestran esos hechos paralelos y simultáneos? Que todo ese desorden subversivo, esos actos sangrientos de guerra asimétrica, están conectados de alguna manera.
Muestran que la respuesta contra esos planes de conquista y explotación depredadora, que van más allá de la escala local, deben ser estudiados y combatidos con firmeza desde una perspectiva internacional.
Hay hilos invisibles que recorren los países claves de Occidente, entre los que están Colombia y Chile –a pesar de no tener el desarrollo de los grandes centros capitalistas–, que el islamo-izquierdismo quiere hacer caer. Hacer esos hilos visibles es indispensable para poder cortarlos de una buena vez y por todos los medios. Tal es el precio que hay que pagar para salvar la civilización.