Vi las folclóricas imágenes de Gustavo Petro desfilando ayer en Bogotá rodeado de sus tenientes y armado de un garrote. El garrote de Petro parece ser de madera (pues los hay también de otras materias aún más contundentes y hasta de acero) y va decorado con unos cintillos de colores. Ese garrote o larga cachiporra, fácilmente maniobrable y escamoteable, es un arma, quiéranlo o no los inventores del hábil subterfugio.
Y ahí iba el Señor de las Bolsas con su garrote con cintas multicolores, con aire de yo no fui, muy bien acompañado, en una “manifestación pacífica” organizada por algunos sindicatos.
Los inventores del garrote con cintillos fueron muy inteligentes: ese objeto disimula su peligrosidad mediante una apelación jocosa: “bastón de mando”. Los mamertos nos han hecho creer que ese palo no es un garrote ni una matraca de combate sino un majestuoso símbolo de poder, tal legítimo como el báculo de un papa, o el bastón de un general o de los jueces en ciertos países, o como el bastón de mando de los jefes de ayuntamiento en la vieja España.
Pero no, el garrote de Gustavo Petro no es nada de eso. La llamada “guardia indígena”, organización paramilitar que impone su supuesta ley “ancestral” a las comunidades del sur de Colombia, puso de moda desde hace unos años esas peligrosas estacas para indicar que quien porta una es el jefe o el agente de la autoridad de los indígenas. Ese objeto es, en sí, una advertencia: la guardia pretoriana de los cabildos puede caerle a golpes a cualquiera con ese instrumento en caso de rebelión.
Sabemos de varios casos de soldados humillados por grupos de maleantes que blandiendo esos garrotes sacaron a empujones, o arrastrándolos, a varios militares que patrullaban, como era su deber constitucional, en ciertas comarcas alejadas y bajo el control de obscuras milicias, porque sabían que los militares, que los milicianos indígenas ven como “fascistas”, no se atreverían a defenderse de manera no proporcional con sus armas de dotación.
El mensaje es pues ese: quien lleva ese “bastón de mando” puede cometer delitos, como desarmar a un soldado o impedir una operación anti droga de la fuerza pública, o castigar bestialmente o torturar a un indígena díscolo, pues quien tiene ese garrote en la mano puede crear desde una relación de sujeción del ciudadano indígena hasta la evacuación forzada de un agente de la fuerza pública. El tal “bastón de mando” es un objeto mágico.
Quizás por eso ayer iba ahí el “Señor de las Bolsas”, en medio de una “manifestación pacífica” en Bogotá con su simpático garrote tan letal como sutil, sin inquietar a nadie. Por el contrario, dos reporteros de la revista Semana, contentos de marchar al lado del portento, le hacían preguntas que babeaban la complacencia anti periodística.
Y el admirado ex jefe del M-19 iba ahí, con su máscara reglamentaria anti-Covid respondiendo con evidente delicia a unas preguntas diseñadas para que él mismo se definiera como el representante de la virtud preeminente, como el máximo ejemplo colombiano del hombre de bien, de la justicia y de la verdad.
Pero no todos son engañados con tales sainetes. Quienes conocen la trayectoria del personaje no se dejan hipnotizar. Saben que él estaba allí, con su garrote con cintillos y recitado estribillos, para advertir de manera subliminal que lo de él es la violencia en colores, que si los colombianos pierden la cabeza y lo eligen presidente un día, la cosa será como en la URSS, Cuba, Corea del Norte y Venezuela: con tranca y matraca y violencia “de masas” para todos, bajo la forma de Gulags, milicias comunistas y policía fascista dispuesta a atrapar a los “enemigos del pueblo” en sus domicilios, en medio de la noche, para que pocos vean cómo trabajan en la trastienda del nuevo paraíso terrenal.