La prensa y los analistas colombianos deberían ser más exigentes frente a la verdad. A la verdad de los hechos e incidentes políticos.
Por ejemplo, acabamos de ver, durante el 8 y 9 de septiembre, dos días de montoneras, gritos, incendios, pedreas y balaceras contra la policía en Bogotá y otras ciudades y nadie sabe, al momento de redactar esta nota, qué desató esa furia destructiva.
Creemos saber algunas cosas pero, en realidad, no sabemos nada. “Sabemos” lo que los medios, y ciertos agitadores profesionales, dijeron. Pero ellos lo que no saben lo inventan. Tal es el nivel de certitudes que existe hoy sobre lo ocurrido el martes, miércoles y jueves pasado en Colombia. ¿Esos motines habían sido preparados? ¿O solo fueron actos de “desobediencia civil”? ¿Son un ensayo general de asaltos más duros contra un gobierno democrático?
El balance de esas 48 horas es terrible: siete jóvenes murieron, 93 policías quedaron heridos, entre ellos un capitán herido con arma de fuego. 55 manifestantes recibieron lesiones. Ocho buses de Transmilenio fueron incendiados, 25 motocicletas y 8 buses con pasajeros fueron atacados. No fue todo: hubo 70 capturados. Cinco bancos y dos comercios fueron lapidados. 56 instalaciones policiales fueron atacadas, 22 de las cuales fueron incendiadas. 77 vehículos fueron averiados y 49 del SITP fueron vandalizados. Grupos móviles trataron de bloquear la salida/entrada de Bogotá por el norte y por el sur en Soacha. ¿Qué tiene eso que ver con la pretendida “protesta social”? ¿Es el ensayo general de una operación militar ulterior?
Algunos aseguran que los disturbios en Bogotá fueron una respuesta espontánea “de los jóvenes” contra la policía pues ésta, la víspera, había “electrocutado” al señor Javier Ordóñez, de 46 años, con una pistola taser. Sin embargo, nadie conoce los detalles del asunto, pues la investigación oficial no ha comenzado. Y el diablo se esconde, como sabemos, en los detalles.
¿Qué ocurrió en la ruidosa “fiesta de amigos” en el barrio Tabora, de Engativá? ¿Javier Ordóñez atacó a los policías que fueron llamados para poner fin a una riña de gente alcoholizada? ¿O llegaron allí para agredir al señor Ordóñez? ¿Fue una emboscada? ¿Fue un arresto que degeneró? ¿Los dos agentes cometieron ese crimen intencionalmente? ¿Para satisfacer un instinto perverso? ¿O para defenderse? ¿Fue un acto excesivo de fuerza? Medicina Legal no ha dado respuestas. Obviamente, los policías que agredieron a Ordóñez deben responder ante los jueces. Pero ninguna sanción debe ser hecha sobre conjeturas.
Sin embargo, desde la primera hora, los piquetes de vándalos utilizaron la peor versión, la más escandalosa, la más emotiva y explosiva: que los policías habían atacado a Ordóñez y lo habían “asesinado” a golpes y con disparos de taser. ¿Por qué? En lugar de investigar, los medios repitieron el rumor y atenuaron la responsabilidad de los violentos. La prensa, de nuevo, aceptó servir de tonto útil de los manipuladores.
Claudia López, alcalde de Bogotá, manejó mal la crisis. Fue de las primeras que sacó conclusiones apresuradas. Como si conociera los pormenores de lo ocurrido descartó la hipótesis del accidente y habló de “violencia policial [deliberada]” en Engativá. Y terminó sirviendo el plato envenenado de los extremistas: pidió el desarme y la “reforma total de la policía”.
El papel más siniestro durante las jornadas sangrientas lo jugó, una vez más, un tal Gustavo Petro, descarriado ex alcalde de Bogotá, ex miembro de un comando asesino de una guerrilla disuelta y futuro candidato presidencial de la franja izquierdista. Él no se limitó a “narrar lo que sucedía” el 9 de septiembre, como dijo uno de sus amigos de aventuras. Gustavo Petro azuzó, incitó y dirigió varios de los violentos golpes que sufrieron unidades de la policía a manos de incendiarios armados. En un país normal, ese individuo habría sido detenido y enjuiciado pues lo que hizo ese día, públicamente, se llama incitación a la violencia, delito previsto en todos los códigos penales del mundo.
Petro llamó la atención de sus operadores sobre los lugares en Bogotá que debían ser atacados. Los CAI (comandos de acción inmediata de la policía nacional) de Ciudad Bolívar, Puente Aranda, Ciudad Berna, Usme, Suba, el Tintal y Chía, aparecen en sus mensajes e instrucciones de esos días. Hubo incendios y muertes en algunos de esos puntos. Gustavo Petro tiene que responder por esas muertes, heridos e incendios que favorecieron sus llamados a la “movilización social”.
Petro no escribió una sola línea para advertir a los jóvenes que estaban corriendo peligro en esas trifulcas. Todo lo contrario: los alentó a meterse en eso. Los engañó al decirles que estaban luchando para que [el gobierno de Iván] Duque “no barra con las libertades”. Abusó de ellos al decirles que, mientras los petristas quemaban buses y atacaban bancos y comercios, ellos solo estaban haciendo un acto de “desobediencia civil contra la violencia policial”. “No más dictaduras en Colombia”, lanzó el admirador de Hugo Chávez y Nicolas Maduro, que quiere hacer de Colombia un barrizal comunista. “Hoy se reinicia el movimiento” escribió Petro, para recordar las otras jornadas de destrucciones que agobiaron a los colombianos en 2019.
En estos días, en esos twitters, vimos el ABC de la política de Gustavo Petro: muerte y disimulación. Eso es lo que Petro le ofrece a los jóvenes: el sacrificio vital y el caos moral; la falsedad de una causa que él describe como “humanista” y que porta en sí el atraso, la miseria, la arbitrariedad y la violencia. Y, sobre todo, dineral y lujos para el dictador que él quiere ser, como hicieron sus amigos Chávez, Maduro, Lula, Ortega, Morales y Kirchner.
¿Qué pasó el 8 y 9 de septiembre? Un capítulo más de la agenda fariana, y no solo del Foro de Sao Paulo, cuya visión se puede resumir en dos palabras: desgastar a Duque y desarmar al Estado. Destruir la policía, con el pretexto de “reformarla” responde a la vieja teoría del PCC, desde la muerte del Mono Jojoy, de comenzar el desarme del Estado por ese lado ya que el Ejército es más fuerte. En esta fase es necesario proscribir la calma, sembrar la inquietud, la división y la desestabilización moral. Es decir, lo que acabamos de ver. Si el Estado y la Nación no destruyen esa ofensiva, la minoría marxista, detestada y minada por dentro, ganará la partida.